Entrevista a Ishtar Yasin: El camino de los abandonados

 

Ishtar Yasin y Tania Pleitez Vela

 

Texto: Tania Pleitez Vela

Fotografía: Diego Barraza

Entrevista: Tania Pleitez Vela y Diego Barraza

Casa Amèrica Catalunya, 29 octubre 2009

 

Un trueno suelta su rugido y aviva el líquido de la pantalla: aparece la imagen de un paisaje desgranado por el viento. Hierba seca, trozos de tierra melancólica, cadáveres de lava antigua y el trazo de un camino que los atraviesa, un camino sin final. El rostro de una niña reemplaza la imagen del paisaje: ella mira ese trayecto sin destino, y, visiblemente cansada, cierra los ojos. El espectador se adentra sin remedio en un mundo telúrico.

Con esta escena comienza El camino, el primer largometraje de Ishtar Yasin Gutiérrez. Y de esta forma también se introduce al espectador en un universo paradójico, donde el vaivén de las imágenes se balancea desde la cruda realidad centroamericana hasta el subconsciente de los personajes, desde decisiones atroces y pragmáticas hasta emociones primitivas, desde el dolor desnudo hasta la inocencia más tierna. La película cuenta la historia de dos hermanos nicaragüenses, Saslaya, de doce años, y Darío, de ocho, que deciden caminar hasta Costa Rica porque quieren encontrar a su madre; no han recibido noticias de ella desde que se marchó a ese país hace algunos años, supuestamente en busca de mejores condiciones de vida.  

Así como Juan Preciado, el personaje de la novela de Juan Rulfo, parte hacia Comala buscando a su padre, Pedro Páramo, y atraviesa un mundo de susurros, un ambiente fantasmagórico, donde a todos los personajes les duele la vida -y la muerte-, en El camino, Saslaya y Darío comienzan su aventura en un paisaje desconsolado y yermo, en el que los rumores del viento son ladridos que sacuden las huellas de un dolor ancestral. Sin embargo, si Rulfo nos habla de las desgracias de una tierra injusta desde la voz de un hijo desterrado, Ishtar Yasin lo hace desde la mirada de una niña, una niña que busca desesperadamente a la madre como último recurso, porque quizás intuye que está a punto de romperse algo trascendental dentro de ella. Y percibimos, por medio del mar oscuro de sus ojos, que se resiste a que eso se quiebre: no quiere dejar de creer, soñar, imaginar. Aunque en algunos momentos pareciera que, en su mirada, todavía pueril, hay ya un destello de tedio y desengaño, en ese momento ella aún no ha claudicado, la sumisión al desencanto todavía no es total. Su resistencia, pues, resulta heroica. Y digo heroica porque, a diferencia de Medea, quien asesina a sus hijos antes de huir a Atenas para evitar que sean aniquilados y se conviertan en víctimas de la crueldad, la madre de Saslaya la ha dejado en el centro mismo de la perversidad: la niña es víctima del abuso sexual de su abuelo. Así, la escena: la mano impaciente y agitada de un hombre viejo que se mueve de un lado a otro, el murmullo de una queja infantil, una hamaca indiferente que se balancea. Esta circunstancia -además de la extrema pobreza en la que viven- empuja a Saslaya a escaparse, junto a su hermano mudo, Darío; lejos, muy lejos, de la chabola de su abuelo. La niña, ya decidida a emprender el camino, le dice a su hermanito: “Quizá ella [la madre] querrá que vivamos en su casa”.  En esa frase se concentra la perenne incertidumbre en la que vivará su corazón desgajado a lo largo de la película. 

 

Ishtar Yasin

 

La directora de El Camino es Ishtar Yasin, quien nació en Moscú y es hija de padre iraquí y madre chilena. Cuando aún era una niña, su familia se estableció en Chile pero, en 1973, tras el golpe militar al presidente Salvador Allende, se exilió junto a su familia en Costa Rica. Entre 1985 y 1991, Ishtar vivió en Moscú, donde estudió en el Instituto Estatal de Cine VGIK. No sólo es una devota al cine y a la literatura, sino también una mujer de teatro de reconocido prestigio en la región centroamericana. Dramaturga, actriz, escritora, esta artista se aventuró en el mundo audiovisual en 1999, cuando escribió y dirigió el corto Florencia de los ríos hondos y los tiburones grandes (2000). También ha realizado dos documentales: Te recuerdo como eras (2004) y La mesa feliz (2005). 

Ishtar siente una gran pasión por los cineastas italianos: Pasolini, Fellini, Antonioni; así como por los japoneses Kenji Mizoguchi (Cuentos de la luna vaga) y Akira Kurosawa (Vivir), el ruso Andrey Tarkovsky (esto se nota en una de las escenas de El camino, cuando un caballo esquelético aparece, de la nada, cruzando la frontera), también Ingmar Bergam (sobre todo El séptimo sello y Fresas salvajes), la checa Věra Chytilová (Las Margaritas), el indio Satyajit Ray (Trilogía de Apu), el cubano Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo), entre tantos otros, que la han inspirado en la búsqueda de un lenguaje cinematográfico-poético y existencial.  

Ishtar es la primera costarricense (y centroamericana), directora de un largometraje de ficción, que ha logrado alcanzar un reconocimiento internacional continuado. Desde que se estrenó El camino en FORUM, en la Competencia Oficial del Festival Internacional de Cine de Berlín 2008-BERLINALE, los premios y sus participaciones en festivales no han cesado. Ha recibido reconocimientos en los festivales de cine de Friburgo (Suiza), Guadalajara, Toulouse, Santiago de Chile, Mar del Plata, Guatemala, Punta del Este, Gibara… Y se ha presentado en más de 40 festivales, entre ellos el de Copenhagen, Bélgica, Cannes, Locarno, Montreal, Nueva York, Los Ángeles, Washington, Vancouver, Oslo, Sao Paulo, Bangkok, Ginebra, Calcuta, La Habana, Moscú… y muchos más. En octubre de 2009 recibió el Premio a la Mejor Película Iberoamericana por parte de la Casa de América de Cataluña, que celebró su Festival de Cine Pobre Humberto Solas, y la proyectó en su sede de la calle Córcega de Barcelona. Allí precisamente, en una mañana otoñal, pero soleada y mediterránea, tuvimos la oportunidad de conversar con Ishtar Yasin.

T.P.V.: ¿Cómo surge la idea de realizar El camino?

I.Y.:  A finales de los años noventa empecé a ver con asombro cuántos nicaragüenses atravesaban la frontera con Costa Rica, en busca de trabajo, y por esa época conocí a una mujer que me contó su historia de cómo se vino caminando, sin documentos, a través de la selva y a través de los ríos, cruzando la frontera, corriendo peligro, enfermedades, [peligros también por parte] de la guardia costarricense en la frontera, sufriendo abusos… y de cómo dejaba a sus tres hijos atrás. Esa separación me impresionó, pues, bueno, soy madre y no imagino lo que sería verme obligada a separarme de mi hija y tener que cuidar hijos ajenos en otro país. Y, al mismo tiempo, lo más dramático es que ni siquiera ese sacrificio ayuda a que esos niños puedan tener una educación, sino que apenas logran ayuda para poder sobrevivir, para apenas comer. Entonces esa fue una de las primeras motivaciones.

Asimismo, estuve en 1979 -siendo adolescente y con la compañía de danza de Costa Rica- en Nicaragua, durante la época de la revolución sandinista, y se respiraba un clima de ilusión, de deseo de justicia, de cambio.  Por fin iban a haber mayores oportunidades para la gente que menos tiene… y además toda esa campaña inmensa que se hizo de alfabetización, la misma reforma agraria… Estudié en Moscú, en la ex Unión Soviética, y viví también la caída de esa Utopía… entonces me preguntaba: ¿qué ocurrió? ¿qué pasó con todo eso? ¿por qué? Eso también me motivó a querer saber más y a querer entender cuáles eran las causas que hacían que toda esta gente desesperada huyera de su país en busca de trabajo.

Aparte de eso, también mi familia es exiliada. Mi mamá y mi papá y mis abuelos, mis tíos, toda mi familia, se exilió de Chile en 1973, después del golpe militar a Salvador Allende; huimos hacia Costa Rica, país de donde es mi abuelo, y entiendo muy bien lo que significa verse obligado a abandonar tu país en contra de tu voluntad. Yo tenía apenas cinco años, pero claro, eso te marca para siempre. Y, luego, mi padre es un refugiado iraquí. Entonces, digamos que he sido hija del destierro. Y aún cuando Costa Rica nos ha recibido y me siento costarricense, nunca seré 100% de allá, también me siento iraquí y chilena, y siempre hay una sensación de no ser totalmente de ninguna parte, una sensación de desarraigo. Aunque tiene su lado bueno, me imagino, el hecho que te permite compenetrarte con otras culturas, con otros países, y más fácilmente por el hecho de no estar amarrado a una sola nacionalidad; pero, claro, al mismo tiempo hay un dolor, un dolor grande de haberse visto forzado a perder tu país.

Entonces, diría que esas han sido las principales motivaciones que me llevaron a realizar esta película, la cual me llevó unos ocho años de trabajo. La inicié en el año 2000 y la estrené el 11 de febrero del 2008, en la BERLINALE.  Y eso fue maravilloso. A ese festival les llegaron alrededor de once mil películas, de las cuales seleccionaron 330 películas. De esas 330 películas, sólo siete de América Latina, y de esas siete de América Latina, dos de México, dos de Argentina, dos de Brasil, y una de Costa Rica-Nicaragua. Porque para mí, esta película, aún cuando sea una producción costarricense, también es una película nicaragüense. Es una película nicaragüense porque el 80% se filmó en Nicaragua, porque el 90% de los actores son nicaragüenses, porque en el equipo de realización y de producción participaron una importante cantidad de profesionales nicaragüenses, de hecho la directora de producción de Nicaragua es la reconocida realizadora y productora, Martha Clarisa Hernández. Entonces para mí esta es una película costarricense y nicaragüense. Y centroamericana, porque también participan un guatemalteco, una panameña. Me gusta vernos, no como pequeños países aislados, sino como partes de una región. Debemos tener mayor contacto, pero lamentablemente el 99% de las películas que vemos en América Central provienen de la industria de Hollywood. Casi ni vemos nuestras películas siendo vecinos. En América Latina estamos desconectados de nuestro propio continente, de nuestro propio idioma. Entonces por eso he tratado de hablar con un sentido de unión; de Centroamérica y de América Latina.

T.P.V.:  Es que al fin y al cabo tenemos todos este drama, la migración de un país a otro, y de alguna forma todos estamos conectados en esa búsqueda de una vida mejor a través de “el camino”, utilizando la metáfora que tú utilizas en tu película.  Un camino, pero al final, ¿qué cambia?

I.Y.: Por supuesto, la migración en el mundo entero, de África a Europa, los centroamericanos que van a Estados Unidos, un drama tremendo. He visto documentales sobre esto… y no he podido dormir. Además, el crimen organizado… a algunos los secuestran y les piden dinero a los parientes en los Estados Unidos; se mutilan en las líneas del tren… qué desesperación… qué falta de solidaridad que hay en este mundo… Entonces para mí El camino, el tema principal de El camino, es el abuso de poder. Y es esa gran paradoja en donde el más fuerte se aprovecha del más débil en lugar de ayudarle. En todos los niveles: en la familia, la sociedad. En fin, haciendo toda esa búsqueda, esa investigación, esa grabación de testimonios, para entender qué obligaba a los nicaragüenses a arriesgar su vida y a migrar y a abandonar a sus familias, llegué a un pueblo en Posoltega, que es en la frontera con Honduras, y conocí allí a una abuela que cuidaba a sus siete nietos, porque las madres habían partido. Esta es una migración de madres, de mujeres, de Nicaragua a Costa Rica. También los hombres, a la zafra, a la recolecta de café… Es doloroso cuando una madre abandona a sus hijos. Allí conocí a una niña que tenía siete años sin saber de su mamá. Y me conmovió. En ese momento me di cuenta que quería contar la historia de los niños que quedaban allá. Y de hecho, la migración de niños es la más dramática que existe, son los más vulnerables, y en Costa Rica, por ejemplo, visité albergues en donde hay muchos niños que llegan solos. Hay un albergue en donde una señora alemana me contó que recién le habían llegado once niños que habían partido solos a cruzar la frontera. Y conocí un niño también que llegó solo con su perro. Todos a buscar a sus padres. De hecho, supe también que el suicidio infantil en Nicaragua había aumentado. Es decir, esto tiene muchas consecuencias. No tienen referentes emocionales, afectivos. Son niños que están sin protección, niños que viven en el abandono, y que son vulnerables a cualquier cosa.

La directora ubica el principio de la historia de Saslaya y Darío en el barrio de Acahualinca (que significa “Tierra de Girasoles”). En una escuela rural pobre, una maestra explica a un grupo de niños la historia de unas huellas antiguas petrificadas en la ceniza y el fango volcánico, a las orillas del lago de Managua (lago Xolotlán), muy cercano a Acahualinca; huellas de antepasados y de animales que huyeron de la erupción de un volcán. “Son huellas que tienen seis mil años de antigüedad”, nos dice, emocionada, la directora de El camino, “se diría que se trata de una de las migraciones más antiguas de América Latina. Esto me pareció muy significativo, además porque, en el mismo barrio de Acahualinca, está el basurero de la Chureca. Allí viven más de doscientas familias. Entonces, estos dos hechos contrastan enormemente.  En el basurero trabajan muchas personas en la recolección de basura, y niños también; es uno de los trabajos más peligrosos”. 

La Chureca tiene una extensión de 42 hectáreas. En la película aparece un espacio habitado sólo por basura. Montañas de basura. Una vaca camina sobre el pasto de desperdicios. Un tractor mueve terruños de inmundicia de un lado a otro. De pronto, fuego ardiendo. Y de nuevo el viento desmelenando la pobreza. Saslaya y Darío escarban y buscan despojos de vidas mejores que las de ellos. Pero son niños y terminan jugando, rodeados de desechos: imaginan juguetes, imaginan que son felices. Escena realista y brutal. Al respecto, comenta:

I.Y.: La escena que más me impresiona, como espacio y como todo. Como realidad. Belkis Ramírez, que fue la encargada del casting, me llevó a un grupo de teatro en ese barrio, en Acahualinca, el grupo de teatro Dos generaciones. Allí encontré a la niña protagonista y también al amigo que encuentran en el camino, otro personaje. Encontré a la niña y me di cuenta que ella tenía que hacer el papel, por el talento, por la belleza interior, por su capacidad histriónica, en fin, inmediatamente supe que era su personaje. Sherlyn Paola Velázquez. Cuando estábamos ensayando, Sherlyn me dice: “Ishtar, usted sabe que mi mamá también se fue a Costa Rica hace ocho años y nunca supe de ella”. Algo impresionante, porque nunca lo buscamos. Era como si me hubiera mandado señales: “Escriba mi historia, escriba mi historia”. Pero a diferencia de la película, ella vive con su abuela que siempre la ha cuidado y protegido. En la película ella vive con un abuelo que abusa de ella. Así, al mismo tiempo que ella [Sheryl] interpretaba el personaje en este camino, ella vivía su propio camino. De hecho, un momento, que para mí es el momento de la palabra en la película, porque la película está contada prácticamente sin palabras, es el momento en que los migrantes se confiesan y se desahogan, y esta niña se siente en tanta confianza que cuenta su historia. El espectador, claro, cree que ella está interpretando, pero en realidad está contando su propia historia. Esta es una película que va de la ficción al documental y del documental a la ficción, muchas veces sin que nos demos cuenta, sin sentir la frontera.

T.P.V.:  Me quedé pensando mucho en la niña, porque esta niña va a convertirse en una mujer, es víctima social y del patriarcado al mismo tiempo. Entonces me gustaría que hablaras un poco de este personaje femenino, que es la mujer en potencia, y sobre lo que va arrastrando.

I.Y.: Si, el personaje tiene doce años; es una niña que está, por supuesto, [viviendo] una transformación de su cuerpo, un despertar de la sexualidad. Y ella cuida a su hermanito como una mamá y parte en busca en esa madre, escapando del abuso, de ese patriarcado que la asfixia y que la somete. Ella huye, tiene la voluntad de huir. Pero ocurre algo muy triste. En estos momentos, Costa Rica ocupa uno de los primeros lugares en el mundo de turismo sexual con niños. Investigué también sobre esto y me di cuenta que el 90% o más de estas niñas que son explotadas sexualmente han sido abusadas, en la mayoría, en su propio hogar. ¿Qué ocurre?  El abuso es una marca. Y la película es circular, porque lamentablemente esa marca la lleva nuevamente a caer en el ciclo de abuso. Vuelve donde comienza, pero siempre hay transformaciones, no es lo mismo. Y al final la niña nos mira, mira al espectador. Para mí ese plano es muy importante, su mirada. Yo creo que en esa mirada está el cuestionar y el provocar, a que ese espectador no sea el mismo, que haga algo, que reaccione. Hay algunos [espectadores] que me dicen: “¿Y la esperanza?”.  La esperanza… Yo no puedo dar la esperanza. La esperanza la pueden dar ustedes, si salen de la sala y hacen algo por cambiar esta situación tan grave que viven estos niños y estas niñas.

D.B.: Se siente como más dueña de si misma la niña en esta escena, está en una situación de abuso, pero ella está allí de alguna forma…

T.P.V.: Ya está más consciente de lo que le está sucediendo, hay una conciencia…

I.Y.: Hay una conciencia mayor. Y un dolor mayor, también. Se podría decir que también es un final abierto, no sabemos que ocurrirá después. Después de esa mirada, ¿qué hará esa niña con su vida? Y también ahí muestro la indiferencia de muchos que miran hacia otro lado en lugar de ayudar.

D.B.:  La escena en la parada de autobuses es brutal, la estación de buses en Managua. Es tan auténtica, tan Centroamérica. Brutal, brutal. Y además casi atemporal, porque he visto fotos viejas, es algo clásico de allá…

T.P.V.: También juegas con el símbolo de la naturaleza, tan salvaje, viva y fresca, a la misma vez que vas proyectando este drama…

I.Y.:  Las locaciones para mí son extraordinarias: el lago, el volcán, el río, la selva, realmente se siente Centroamérica. Me gusta que el espacio, el paisaje, la locación donde se desarrolla la historia, no sea simplemente un espacio donde están los personajes, sino que sea un reflejo de su propio mundo interior, que intente reflejarlos, ya sea a través del espacio, ya sea a través del sonido. Entonces hay un delicado trabajo de diseño de sonido en la película. Y tengo un inmenso amor hacia los animales; los integro siempre dentro de la historia y ya lo he hecho en trabajos anteriores. También hay una historia paralela que se desarrolla a lo largo de la película y son dos hombres que cargan una mesa [de un lado a otro] y que le dan también humor [a la película]; alivianan, aligeran, el drama de los niños. Liberan al espectador en momentos de gran tensión. Y al mismo tiempo, una mesa es algo donde comemos, alrededor de la cual nos reunimos, es la familia, es la unión… El otro día aquí, en la presentación, una muchacha de Barcelona me dijo: “Para mí la mesa es lo único que no está roto en la película. Así que yo creo que la esperanza es la mesa”. Y puede ser…  En realidad, lo que quiero decir es que uno trabaja mucho con el consciente, pero también con el inconsciente. Entonces hay cosas que uno no puede explicar y que vienen de tu memoria… Además, no me gusta el cine que lo explica todo, al contrario, me gusta un cine que tenga un lenguaje sugerente, que provoque, que el espectador piense, que el espectador interprete, que construya y le dé sentido a las imágenes.

D.B.: Tú lograste llevar a cabo una película sin concesiones, en el sentido que tu hiciste –no sé hasta qué punto- la película que tú querías hacer. Me gustaría que hablaras de eso, si es la película que tu visionabas hacer desde el principio. He visto también que el final no tiene esas concesiones, no se complace al público con el final feliz…

I.Y.: Pasaron seis años para que pudiera filmar. Yo tuve dos niñas [actrices] en ese periodo, pero crecieron y no podía hacer la película porque no conseguía el apoyo económico. Me fue difícil encontrar el apoyo económico también por el hecho de que entre Costa Rica y Nicaragua hay una situación difícil, hay tensiones, hay conflictos por distintas razones, por el río San Juan. Ha habido también en Costa Rica discriminación, xenofobia hacia los nicaragüenses. Entonces cuando llegaba a pedir ayuda a Nicaragua me decían que no porque era de Costa Rica; cuando pedía ayuda en Costa Rica me decían que no porque era sobre Nicaragua.  Todo fue duro durante este proceso de ocho años porque lamentablemente en Centroamérica todavía no existen estructuras de producción, entonces tuve que yo misma producir la película y yo no soy productora.  Tuve que aprender a hacerlo junto con un colega que, después de cuatro años, lo encontré, y me ha apoyado mucho hasta ahora, se llama Adrián Cruz, costarricense. Y luego, tenemos un co-productor, que es un empresario costarricense, Luis Javier Castro, que decidió invertir en la película. Todo eso sucedió, claro, después de muchos años, de muchas luchas y de tocar cientos de puertas y de escuchar “no” cientos de veces. El único gran obstáculo fue el económico. Habría querido tener más tiempo para trabajar algunas escenas. Afortunadamente, como tardé seis años en llegar a ese momento y había hecho más de diez veces ese mismo viaje, desde Nicaragua a Costa Rica, conocía muy bien dónde quería la cámara, qué quería de los actores, había trabajado mucho cada escena. Eso me ayudó a enfrentar las difíciles condiciones económicas del rodaje.

D.B.: ¿Cuánto tiempo duró el rodaje?

I.Y.:  Cinco semanas, sin parar. Si es cierto que esas condiciones económicas a veces limitaban el trabajo y las posibilidades de tener más tiempo. Pero como te digo, toda esa preparación tan larga me permitió enfrentar eso.  Lo que quiero decir es que no hice ninguna concesión, no hubo ningún productor o patrocinador que me exigiera absolutamente nada. Y ese es un privilegio. Es un privilegio porque sabemos lo costoso que es hacer cine. Esta película tiene un costo real de 500 mil dólares. Es un costo real, sin contar mi salario de ocho años ni el salario de mi compañero Adrián, que también lo entregó para la película. Fuimos los únicos. A todos los demás les pagamos su salario. Yo me tardé tanto tiempo en hacer la película porque justamente quería pagar salario a los compañeros. No creo que nadie deba trabajar gratis, es un principio ético. Lo más caro fue la post-producción. Fue bastante costosa porque se realizó en Paris y allí los costos son elevados. En Paris trabajamos con un co-productor francés que nos ayudó en toda esa etapa de edición, de imagen, de sonido, corrección de color, mezcla de sonido…

D.B.: ¿Y empezaste el rodaje por lo menos ya financiada para filmar las cinco semanas?

I.Y.:  El rodaje costó alrededor de 160 mil dólares. Sólo el rodaje. Fue muy angustiante. Trabajábamos intensamente, casi sin dormir. Yo me recuerdo que me dio una bronco-neumonía; se me pegó una bacteria cuando filmábamos en el basurero… Y realmente así, de vida o muerte, fue el rodaje. En las noches me daba asma, nunca había tenido asma en mi vida, y tenía asma porque seguramente era la preocupación. Para la realización de la película tuve que desentenderme de la producción, porque necesitaba concentrarme en la dirección y en estar con los actores. Entonces yo tuve que entregar toda esa responsabilidad, la de manejar todo ese dinero que había costado tanto conseguir, a los compañeros, a los productores, y yo nada más veía que volaban los dólares, y yo con veinte córdobas en el bolsillo. No tenía nada, absolutamente lo entregué todo. Y en medio de la filmación tenía un inmenso temor, que de un momento a otro dijeran: “se acabó el dinero”, “ya no alcanza”, “hasta aquí llegamos”. Esa era la mayor angustia. Mi familia me apoyó mucho, mi madre y mi abuela sobre todo… Mi abuela había puesto en venta los cuadros, los libros, todo lo tenía en venta para la película. Y estaba intentando vender un cuadro y yo me acuerdo que la llamaba todas las noches, así con el asma terrible, para ver si había podido vender el cuadro (risas). Y de hecho nosotros llegamos a Costa Rica y se nos acabó el dinero… y tuvimos que ir con el empresario a pedirle por favor que nos dieran un cachito más porque no nos alcanzaba y él nos ayudó, y así logramos terminar el rodaje. Estoy editando el making-of. Es maravilloso el material. Eso va a aportar mucho para que la gente se haga una idea de lo que es filmar una película en Centroamérica.

A pesar de todas estas vicisitudes, Ishtar logró terminar su primer largometraje. Junto a ella trabajó un equipo técnico de la más alta calidad: Valérie Loiseleux, quién ha editado las últimas veinte películas del cineasta portugués Manoel de Oliveira; además del reconocido director de fotografía: Jacques Loiseleux (que trabajó con Godard y Pialat) y el fotógrafo catalán Mauro Herce. Hasta ahora, El camino se ha presentado en treinta países y su gira se dirige hacia los países del Este, la India, Afganistán y Pakistán. La razón de su gran acogida: la historia de la niñez migrante nicaragüense representa un drama universal, el drama de la niñez abandonada, la que sufre diversas formas de abuso de poder, la explotación infantil. Así, El camino se enmarca en la misma línea temática de Salaam Bombay de Mira Nair y de In This World  de Michael Winterbottom.

Ishtar Yasin, que en ocho años perseveró contra mar y viento para contar la historia de Saslaya y Darío, es, como la diosa de Babilonia, una inspiración para la acción vital. Sin lugar a dudas.